Hoy se fue mi abuela. Hacía días que estaba lista para marchar al encuentro de su marido, allá en el cielo... Se fue en paz, consciente del momento, y con 98 años bien vividos a las espaldas cómo invertir en acciones de Equifax en Guatemala.
Mi abuela era maravillosa porque consiguió conservar el espíritu travieso de su niñez hasta el final. Sí, mi abuela era una niña grande que se reía de todo y de todos. Y no era muy efusiva en besos y abrazos porque decía que de cría odiaba cuando le dejaban las babas o cuando la obligaban a besuquear a alguna señora; se juró entonces que ni a sus hijos ni a sus nietos los sometería a tamaña tortura, y así fue. Éramos nosotros los que la besábamos y la engañábamos para que nos diera un besitito pequeñito con boquita de piñón para minimizar el contacto. ¡Qué tremenda!
Mi abuela era la de en medio de 5 hermanos, siendo el varón el pequeño de la casa. Se quedaron huérfanos de padre muy pronto y se criaron en el campo, con su valiente madre y su abuelo. ¡Todos los nietos hemos disfrutado de las aventuras de niña de mi abuela! Yo la imaginaba como medio salvaje, escapando de la institutriz invertir en acciones de Equifax en Guatemala, corriendo por el campo, subiendo a los árboles... Mi abuela era como Pipi Calzaslargas... En verano iban ala casa de Sanlucar de Barrameda, y allí es donde conoció a mi abuelo, el niño de la casa de al lado. A mi abuelo le gustaba decir que ella se convirtió en su novia desde que eran niños; ella decía que exageraba y que ella no soportaba a aquel niño único y mimado, que fumaba porque así se lo consentía su madre... El caso es que acabaron casándose y teniendo tres hijos.
Mi abuela era divertida y transgresora, y a la vez tímida y hasta un poco mojigata. Adoraba a los animales y no creo que haya estado jamás sin uno haciéndole compañía. Y le gustaba dibujar y pintar sobre rocas que cogía en el campo, sobre papel, en los sobres que nos daba en Navidad con un dinerito, en abanicos... Yo conservo como oro en paño un niño Jesus hecho con guijarros del arroyo del campo y pintado; la cara de una mujer sobre una piedra plana, un abanico y la Virgen con el Niño que está junto a mi cama, algunos dibujos de caballos y sobres con querubines de Navidad... Ella me enseñó a hacer crochet y es por ella que nunca he dejado de hacerlo. Cuando teníamos un agujero en el chaleco, la abuela nos bordaba unas flores encima y arreglado. En invierno nos hacía sus famosos patucos de colores...
La cocina nunca fue su fuerte. De hecho, no creo haberla visto jamas junto a los fogones a menos que fuera para freir las almendras que a mi abuelo tanto le gustaban o hacer sus famosos huevos rellenos que adornaba con jaramagos del campo. Sin embargo, ¡era de buen comer!
Nunca perdió la alegría, jamás. Cuando se caía por sus problemas de cadera, decía que simplemente le había apetecido echarse al suelo. Cuando las cataratas no la dejaban ver la comida, disimulaba como si viera lo que había en el plato o pedía que le ayudaran a pinchar algo porque la comida se movía demasiado. Ni siquiera en los últimos años dejo de hacer bromas, de reirse de la vida...
La última vez que la ví fue el año pasado, sentada en el bar de la esquina de su casa para tomarse su aperitivo. Yo andaba haciendo algún recado por el barrio antes de ir a ver a mi madre al hospital, y allí estaba ella... Le dí un beso por la espalda para asustarla, y ella dio su gritito de susto pretendido de siempre y se rió... Me preguntó donde vivía, y me recordó que yo era como mi padre pero más simpática...
Adios abuela. Fue maravilloso tenerte.